Miro a mi perra y pienso en lo triste que se pondría si supiera lo que está ocurriendo una vez más, pero no lo sabe. No puedo contárselo. Su mayor preocupación es no poder abrir la puerta cuando yo no estoy. Pero siempre aparezco. Ojalá ocurriese lo mismo fuera de mi casa. La desesperación, la impotencia, la indefensión, la tortura. Nacido en Siria es una película que nuestros niños no entenderían, aun siendo protagonizada por otros niños. Un pequeño fragmento de la crueldad humana. Lo que ya vivimos en muchos documentales, lo que nos han contado nuestros abuelos, lo vivimos ahora mismo en directo siendo, una vez más, los mismos espectadores, con los ojos empañados y una mano tapando la boca, no para evitar hablar, las palabras no salen. Es imposible poner palabras a ciertos pensamientos. Es el momento de inventar vocablos, de gritar, de convertir su desesperación en nuestra desesperación por salvar a quienes les han quitado todo, a quienes han echado de sus países, a quienes han ahogado en el mar.
Los niños no van al colegio, las familias se separan durante meses, las niñas no ven a sus madres durante años, o quizás nunca más, los enfermos no tienen medicamentos, no se duchan en un mes pero no importa, comen menos de lo que necesitan pero tampoco importa, ellos realmente no importan. Algunos huidos consiguen llegar a un destino con posibilidades pero no pueden trabajar porque nadie quiere refugiados o porque no saben hablar el idioma local. Algunos necesitan alquilar una vivienda pero no pueden porque son refugiados o porque no tienen aval. Les llamamos refugiados, un nuevo colectivo, tal y como lo fueron (y como lo son) los judíos, los homosexuales, los gitanos o los negros, lo más bajo de nuestra escala social. No importa.